Edgar Allan Poe
Permitan que, por el momento, me presente como William
Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancharse con mi
verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del desprecio, horror y
odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable
infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado
de todos los parias! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás
muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una
nube densa, lúgubre, limitada, ¿no cuelga eternamente entre tus esperanzas y el
cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la
narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable.
Esa época -esos años recientes- llegaron repentinamente al colmo de la
depravación cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por
lo general los hombres caen gradualmente en la bajeza. En mi caso, en un sólo
instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un manto. De una
maldad comparativamente trivial pasé, con la zancada de un gigante, a enormidades
peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad,
del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca,
y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi
espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi
dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida,
he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que,
en los detalles que estoy por dar, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en
un erial de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo-
que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido
jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió
de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora
víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y
temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más
tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la
familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más
fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para
mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia,
entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más
incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados
por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron
hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos
esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos
y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue
ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores,
quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho,
en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan
con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto
de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde
todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable
ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este
mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas
profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo
a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la
campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido,
el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico
se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día
sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se
relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado
real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad
de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta
ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por
estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de
las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan
completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en
un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa
de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a
la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá
sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando,
acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en
grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo,
cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y
vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el
pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba
yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al
púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de
vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente
empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro
amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes
draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para
tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun
más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada
con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba!
Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en
cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un
mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes
meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes
recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el
campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura.
Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto
que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño
cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada
división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de
partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y
nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano
a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para
mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como
sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil
afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones
que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables
-inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más
exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos
sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude
cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños
dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto
de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y
desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de
roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de
unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre
una clase y otra" nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una
estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del
"dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En
otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos
reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la
cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a
"inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en
interminable irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros,
viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan
cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples
esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les
quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de
agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable
academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o
diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre
de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi
juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer
que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho
de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un
recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea,
-un recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y
fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber
sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi
memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los
exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco
había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a
acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos;
el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso
que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a
abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo
de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh,
le bon temps, que ce siècle de fer!"
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa
pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui
ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre
todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser
pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco
destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos
apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser
propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre
ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que
según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo", se atrevía
a competir conmigo en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de
juegos- negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis
deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si
existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que
ejerce en la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de
sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor
perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público
tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que
pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su
verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente.
Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo
la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera
parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre
todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan
dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que
estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme.
Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme,
asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que
observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson
mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy
inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese
singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que
adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.
Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto
con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el
mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores,
dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores,
por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he
dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi
familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos;
porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por
casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta
es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi
natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que
me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción,
de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días
manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la
victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía;
sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la
suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas
relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos
congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas
posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil
definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla
abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser
odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de
inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además,
que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era
lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos)
por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una
simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad.
Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque
concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía
esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas
afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser
objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una
peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional,
que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi
rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz
más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres
ventajas que ese defecto me proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me
perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta
sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo,
no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco
elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos
nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó
un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal
nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un
extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en
mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa
odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con
cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi
rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que
fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí
una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me
amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos
parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara
escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o
familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con
excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes
fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba
evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como
yo, pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan
fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su
extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi
persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente
su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de
mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto
constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no
intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era
idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este
minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me
quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo
tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi
tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en
secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general
que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos
meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no
advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su
cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la
hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del
imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una
pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y
tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector
que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas
interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas
veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que
abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando
con los años. Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de
justicia de reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias
de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad
inmadura e inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos su
sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día,
yo hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber
rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en
ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable
supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su
intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de
relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber
madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la
academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna
medida, mis sentimientos se trocaron en similar proporción; en odio más
profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces me evitó, o
simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento
altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras
veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento
descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia general,
algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo
a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y
tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido.
Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó
difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy
lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún
punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con
la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día
en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones,
tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los
estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado,
había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la
estructura, y que el ingenio económico del doctor Bransby también había
habilitado como dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran
alojar más que a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos
pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e
inmediatamente después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos
dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos
angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una
de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía
intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson
percibiera toda su malicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé
afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido
de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y
me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas;
siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de
luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara.
Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad,
me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido,
pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran
esos... ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos,
pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo
eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras
mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa
su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo
nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su
obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres
y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades humanas
que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y sarcástica
imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí en
silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a
la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me
hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido
bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la
academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que
esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no
existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces
que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la
credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por
herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que
este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que
inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el
pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando
en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable
libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de
la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún
provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita,
aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta
disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía
secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque
nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad
el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris
de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio
estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el
alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente
atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa
de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el
vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción
me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en
el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y
sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular.
Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma
estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como
la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo,
pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino
presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante
impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo
suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible
asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne
admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja
y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas
sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con
mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el
impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis
facultades, mi visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi
imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en
hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de
especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del
singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y
que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese
Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible
encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a
averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia
del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de
pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto
de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su
irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me
permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y
rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos
ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi
temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis
francachelas mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería
absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui
más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de
nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios
entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.
Sin embargo, resultaba casi increíble que pese a haber caído
tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a
familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que, habiéndome
convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia,
corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis
compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma
enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables
demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la única razón de la
impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no
hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar
culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson
-el más noble y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían
sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos
errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran
sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas
actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de
apellido Glendinning -tan rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas
riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que
era un simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a
prueba mis habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual
artimaña del tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más
eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él
(decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de
un compañero llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle
justicia, no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor
disimulo, conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié
para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera
la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las
acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto
repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la
trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin
llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único
adversario. El juego también era mi preferido: el écarté. El resto de los
invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos
rodeó. El parvenú, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en
abundancia, mezclaba las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que
su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi
deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de
oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya
extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis
repetidas negativas le provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban
de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que
demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una
hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning
perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa,
percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió,
porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido
presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque
importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho
menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado
por el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos
de mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con
tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi
alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me
dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que,
al convertirlo en objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta
de los ataques de un espíritu maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese
momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo
abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de profundo silencio
durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de
desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso
que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada
por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas
de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y
arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del
cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un
desconocido, un hombre aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto
en una capa. La oscuridad era ahora total y sólo podíamos sentir que el
desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la
sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del
intruso.
-Señores -dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás
olvidado que me estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi
comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin
lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le
ha ganado a lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les
señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por
favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños
paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera
podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió
tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis
sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado?
No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza,
impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces.
Enseguida me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas
esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de
barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única
excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los
honores eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente
convexas a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo
largo, según lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su
adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima
ninguna carta de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de
descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica
compostura con que lo recibieron.
-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para
levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales- señor Wilson, esta
capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había echado la capa
sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo
que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó,
observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes.
Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford y, en todo caso, de salir
inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera
respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese
momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa
que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan
poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio.
También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente
hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando
el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las
puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al
terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la
había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en
todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me
desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche
ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me
quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía;
salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la
mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y
de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me
demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar.
Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson
demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el
menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con
inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú.
¿Dónde, en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del
corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se
tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me
preguntaba; "¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no
encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los
métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en
eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna
de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo
había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse
cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es
ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre
compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e
insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo
período, mi verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su
capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución
de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera
ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo de la
afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en
Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado
amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto. que
en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de reconocer al William
Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y
temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que
me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso
dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el
elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y
omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza,
y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi
absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y
renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente me había entregado
por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi
temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa
vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi
imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza,
la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere,
empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo
fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de
no seguir tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18..., que asistí a un
baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé
arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida, y luego la
atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto
intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de
invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba
ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y
hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa
confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche,
y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En
ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a
escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra
aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como
yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul
y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría
por completo la cara.
-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada
sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito
villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la muerte!
¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña
antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí.
Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento
y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con
un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo
sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo
acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces
la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta.
Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo
rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa,
ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El
breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un
cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran
espejo -en mi confusión, al menos, eso me pareció al principio-, se alzaba
donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto,
cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia
mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista,
era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en
el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los
marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera
podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también
estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí
existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has
asesinado tú mismo!
A partir de la lectura contesta las siguientes preguntas
¿Cómo William Wilson conoce al otro William Wilson?
¿Cómo se refiere William Wilson hacia el otro William Wilson?
¿Por qué William Wilson abandona Oxford?
¿Cómo termina el relato?
No hay comentarios:
Publicar un comentario