Oscar Wilde
Una mañana, la vieja Rata de Agua
sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los ojos claros, parecidos a dos
gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola larga, que parecía
una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque, como si
fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje
blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la
cabeza bajo el agua.
-Nunca podréis codearos con la
alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo el agua -les repetía
machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.
Pero los patitos no prestaban
atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas de pertenecer a la
sociedad.
-¡Qué chiquillos más
desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen ser ahogados.
-¡Qué cosas dice usted!
-respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos queda más
remedio que tener paciencia.
-¡Ay! No sé nada de los
sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy madre de familia; en
realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El amor está bien,
dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más elevado. La
verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro que una
amistad verdadera.
-Y dígame usted, por favor,
¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le preguntó un Pinzón
Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de allí, y que
había oído la conversación.
-Sí, eso es justamente lo que yo
quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando hasta la otra orilla
del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo a sus
pequeños.
-¡Qué pregunta más tonta!
-exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un amigo mío es fiel, es
porque me es fiel a mí.
-¿Y usted qué haría a cambio?
-preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama plateada batiendo sus
diminutas alas.
-No te entiendo -le contestó la
Rata de Agua.
-Deje que te cuente un cuento
sobre eso -dijo el Pnzón.
-¿Es un cuento sobre mí?
-preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a escucharlo. Me
encantan los cuentos.
-Se le podría aplicar -contestó
el Pinzón.
Y bajó volando del árbol y,
posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el cuento del Amigo Fiel.
-Erase una vez -comenzó a decir
el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.
-¿Era muy distinguido? -preguntó
la Rata de Agua.
-No -contestó el Pinzón-. No creo
que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla redonda y simpática.
Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando del jardín.
No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían minutisas
y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y
rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La
aguileña y la cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la
flor de lis, el narciso y la clavellina brotaban y florecían unas tras otras,
según pasaban los meses, de tal modo que siempre había cosas hermosas para la
vista y exquisitos perfumes para el olfato.
El pequeño Hans tenía muchísimos
amigos, pero el más fiel de todos era el grandote Hugo el Molinero. Tan leal le
era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba nunca por su jardín sin
inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de flores, o un
puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y
cerezas, si estaban maduras.
-Los amigos verdaderos deberían
compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.
Y pequeño Hans asentía y sonreía,
muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles ideas.
Aunque la verdad es que, a veces,
a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero nunca diera al pequeño Hans
nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina almacenados en el
molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero a Hans
nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta
satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir
sobre la falta de egoísmo y la verdadera amistad.
El pequeño Hans trabajaba en su
jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era muy feliz; pero llegaba
el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores que llevar al
mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía que
irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras.
Y además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a
visitarlo.
-No es conveniente que vaya a ver
al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el Molinero a su mujer-. Porque,
cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola y no molestarla con
visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y estoy
convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la
primavera y después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de
prímulas, y con ello será feliz.
-Eres muy considerado con todo el
mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de
leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de
que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que vive en una
casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.
-¿Pero no podríamos invitar al
pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo menor del Molinero? -Si el
pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le enseñaré mis
conejitos blancos.
-¡Pero qué tonto eres! -exclamó
el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la escuela, pues la verdad es
que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa y viera el fuego
tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril de vino
tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a
perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de
Hans. Soy su mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación.
Además, si Hans viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y
eso sí que no lo puedo hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay
que confundirlas. Está claro que son dos palabras diferentes y significan cosas
distintas. Eso lo sabe cualquiera.
-¡Pero qué bien hablas! -dijo la
mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza tibia-. Estoy medio
amodorrada, como si estuviera en la iglesia.
-Mucha gente obra bien -prosiguió
el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos demuestra que es mucho más
difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más elegante.
Y se quedó mirando con severidad,
por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se sintió tan avergonzado que
bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar encima de la merienda.
Pero era tan joven que hay que disculparlo.
-¿Y así acaba el cuento?
-preguntó la Rata de Agua.
-Claro que no -contestó el
Pirizón- Así es como empieza.
-Pues entonces no está usted al
día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores empiezan por el final,
siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo método. Se lo
oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque con
un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en
lo cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que
hacía el joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el
cuento. Me encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos
sentimientos, de modo que tenemos muchas cosas en común.
-Pues bien -dijo el Pinzón,
apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como acabó el invierno
y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el Molinero
le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.
-¡Ay, qué buen corazón tienes!
-le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los demás! No te olvides de
llevar la cesta grande para las flores.
Así que el Molinero sujetó las
aspas del molino de viento con una gruesa cadena de hierro y bajó por la colina
con la cesta en su brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo
el Molinero.
-Buenos días -dijo Hans,
apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Y qué tal has pasado el
invierno? -dijo el Molinero.
-Bueno, la verdad es que eres muy
amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -exclamó Hans. Te diré que lo he
pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y estoy muy contento, y
todas mis flores están hechas una maravilla.
-Hemos hablado muchas veces de ti
este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos preguntábamos qué tal te iría.
-Qué amables sois -dijo Hans- Y
yo que me temía que me hubierais olvidado.
-Hans, me sorprendes -dijo el
Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más maravilloso de la amistad,
pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la vida. Y, a
propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!
-Realmente están preciosas -dijo
Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a llevarlas al mercado y se
las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé compraré otra vez
mi carretilla.
-¿Que comprarás de nuevo tu
carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué cosa más tonta!
-La verdad es que no tuve más
remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy malo, y no tenía dinero ni
para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de plata de la chaqueta
de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa grande, y
por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.
-Hans -le dijo el Molinero-, voy
a darte mi carretilla. No está en muy buen estado, porque le falta un lado y
tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy a dártela.
Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente
pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy
como los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además,
tengo una carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi
carretilla.
-Es muy generoso por tu parte
-dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda resplandecía de alegría-.
La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa:
-¡Un tablón! -exclamó el
Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado del granero, que
tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es una
suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre
genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por
supuesto que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica
amistad nunca se fija en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla
enseguida, que quiero ponerme a arreglar el granero hoy mismo.
-Voy corriendo -exclamó el
pequeño Hans.
Y salió disparado hacia el
cobertizo y sacó el tablón a rastras.
-No es una tabla muy grande -dijo
el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de que haya arreglado el
granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que eso no es
culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que
te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura
llenarla hasta arriba.
-¿Hasta arriba? -dijo el pobre
Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y sabía que, si la llenaba,
no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso por recuperar
su botonadura de plata.
-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-,
como te he dado la carretilla, no creo que sea mucho pedirte un puñado de
flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la amistad, la verdadera
amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.
-Ay, mi querido amigo, mi mejor
amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de mi jardín están a tu
disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que recuperar la
botonadura de plata.
Y salió disparado a coger todas
sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.
-Adiós, pequeño Hans -le dijo el
Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al hombro y la gran cesta
en la mano.
-Adiós -respondió el pequeño
Hans.
Y se puso a cavar tan contento,
pues estaba encantado con la carretilla.
Al día siguiente estaba sujetando
unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la voz del Molinero, que le
llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó corriendo el
jardín y miró por encima de la tapia.
Allí estaba el Molinero con un
gran saco de harina al hombro.
-Querido Hans -le dijo el
Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al mercado?
-Lo siento mucho -comentó Hans-,
pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que levantar todas las enredaderas, y
regar las flores y atar la hierba.
-Bueno, pues, teniendo en cuenta
que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta por tu parte negarte a
hacerme este favor.
-Oh, no digas eso -exclamó el
pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del mundo.
Y entró corriendo en casa a
buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran saco a sus espaldas.
Hacía mucho calor, y la carretera
estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto mojón, Hans tuvo que
sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su camino, y llegó al mercado.
Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen precio y regresó a casa
inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera encontrar a
algún ladrón en el camino.
-Ha sido un día muy duro -se dijo
Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de no haber dicho que no al
Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su carretilla, A la
mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero del saco
de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la
cama.
-Válgame, Dios -dijo el
Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en cuenta que voy a
darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un pecado muy
grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No te
parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo
si no fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir
siempre lo que piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a
los demás; pero un amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no
le importa causar dolor. Es más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque
sabe que está obrando bien.
-Lo siento mucho -dijo el pobre
Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan
cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el canto de los
pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-Bien, me alegro -dijo el
Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan pronto estés
vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del.
granero.
El pobrecito Hans estaba deseando
ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días que no regaba las
flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo suyo.
-¿Crees que no sería muy buen
amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer? preguntó con voz tímida y
vergonzosa.
-Bueno, en realidad no creo que
sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla -le
contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.
-¡De ninguna manera! -exclamó
Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al granero. Allí trabajó todo el
día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.
-¿Has arreglado ya el agujero del
tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.
-Está completamente arreglado
-contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la escalera.
-¡Ay! No hay trabajo más
agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.
-Realmente es un privilegio oírte
hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y enjugándose e! sudor de la
frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca tendré unas ideas tan bonitas
como las tuyas.
-Ya verás cómo se te ocurren, si
te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo la práctica de la
amistad; algún día tendrás también la teoría.
-¿De verdad crees que la tendré?
-preguntó el pequeño Hans.
-No tengo la menor duda -contestó
el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el tejado, deberías ir a casa a
descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.
El pobre Hans no se atrevió a
replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero le llevó sus
ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó todo el día
subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se
quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.
-¡Qué bien lo voy a pasar
trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso a trabajar.
Pero cuándo por una cosa, cuándo
por otra no había manera de dedicarse a las flores, pues siempre aparecía el
Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le ayudara en el
molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus flores
creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de
que el Molinero era su mejor amigo.
-Además -solía decir- va a darme
su carretilla y eso es un acto de verdadera generosidad.
Así que el pequeño Hans seguía
trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía diciendo cosas hermosas sobre
la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para poderlas leer por la noche,
pues era un alumno muy aplicado.
Y sucedió que una noche estaba
Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco en la puerta. Era una
noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa con tanta
fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero
enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.
«Será algún pobre viajero», pensó
Hans; y corrió a abrir la puerta.
..........
¿Quién tocará la puerta de Hans?
¿Qué pasará con Hans y el molinero? ¿Los personajes se darán cuenta de lo que
es un verdadero amigo?
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